lunes, 9 de noviembre de 2015

DESENFOQUES PRESIDENCIALISTAS

DESENFOQUES PRESIDENCIALISTAS 
José Antonio Pérez Tapias
Pasando de unas elecciones a otras en tiempos de tan denso calendario político podemos comprobar, una vez más, cómo se repiten ciertas pautas que, a mi juicio, producen serias distorsiones en nuestra vida democrática. Dichas pautas son las que, importadas de otras latitudes políticas, tienen que ver con modos propios de democracias presidencialistas que son ajenos a los de una democracia con sistema parlamentario, como es nuestro caso en España.
No vamos a negar las virtualidades del presidencialismo, pero lo cierto es que incrustada la práctica del mismo en dinámicas políticas diseñadas bajo claves parlamentaristas, asoman claramente desventajas, al menos para la compleja realidad política española.
Los modos presidencialistas que suelen adoptar los líderes de las diversas formaciones políticas no se acompasan con la demanda ciudadana orientada  a una mayor participación política, cuando se plantean incluso reformas de la ley electoral para propiciar una representación más proporcional, la cual ha de facilitar recoger mejor el pluralismo de nuestra sociedad.
Es cierto que la presión mediática y las características de una política inmersa en una sociedad del espectáculo que ni Debord llegó a imaginar en los términos en los que la encontramos, inducen al hipertrofiado protagonismo de candidatos o candidatas a presidencias de gobiernos, sea en un nivel u otro de la arquitectura institucional del Estado. Tal protagonismo deja atrás, opacado, lo que esos mismos candidatos necesitan de manera imperiosa: el papel del partido del que forman parte o por el que se presentan. Sin ese respaldo de las respectivas formaciones, esos candidatos, máxime en casos en los que están lejos de un consolidado liderazgo social, no tendrían especial relevancia política. Tal desequilibrio repercute en las campañas electorales, que se plantean monopolizadas por el candidato o la candidata, induciendo que se pierda de vista el ejercicio de participación política de otros integrantes de candidaturas, de la militancia de los respectivos partidos, e incluso de una ciudadanía a la que parece adjudicársele el papel de espectadora o, a lo sumo, de fantaseada interlocutora de un presunto líder que acapara para sí el "diálogo directo", vía medios de comunicación, con los electores.
Llevando así las campañas electorales no han de extrañar muchas de las cosas que en ellas ocurren. Un candidato investido de un protagonismo desmesurado puede verse fácilmente transportado a creerse poco menos que llamado a un papel mesiánico. Igualmente puede volcar tanto los acentos sobre sí mismo que llegue a extremos de un personalismo que hasta puede rozar el ridículo. Peligroso es también que un candidato o candidata para la presidencia del gobierno, por ejemplo, acapare para sí desmedidas cotas de poder  en su propio partido, de manera que los modos autoritarios fácilmente se dejan ver. El colmo es que un candidato aupado sobre sí se vaya tan arriba que haga gravitar exclusivamente sobre su persona la condición de su partido de ser "partido de gobierno" o de alcanzar una hegemonía que, a las luces del más elemental enfoque crítico, tenga más de imaginaria que de real. Son los efectos del marketing electoral  los que originan tales desvaríos, impropios de lo que corresponde a una madura democracia parlamentaria.
Las cuestiones a tener en cuenta como riesgos de prácticas que responden a un presidencialismo que se desvirtúa al forzar su encaje en un sistema distinto, también llegan a afectar a aspectos muy sustanciales de los procedimientos democráticos a los que hemos de atenernos. Son las derivas presidencialistas las que conducen a que muchos piensen que en todo caso ha de gobernar el candidato de la lista más votada, cuando sabido es que en un diseño parlamentarista no basta mayoría en votos, sino que hay que conformar mayorías parlamentarias o de gobierno, salvo que se abra paso la posibilidad de gobernar siendo minoría en las instituciones, a pesar de la mayoría relativa en votos, con la inestabilidad que ello conlleva. Es perniciosa la acentuada tendencia a deslegitimar los pactos de gobierno apuntando una y otra vez a que lo suyo sería que gobernase siempre la lista más votada. Cuando el llamado bipartidismo queda atrás, encontramos el apego interesado  de algunos, especialmente por la derecha, a un proceder presidencialista que redunda en la bipolarización de la dinámica política entre las candidaturas con más supuestas probabilidades de mayoría. 
Necesitamos ciudadanía participativa, y no protagonismos desmesurados; nos urgen buenas dosis de responsabilidad solidaria y no mesianismos descabellados. Queremos democracia, no mero espectáculo.
Publicado en la revista EL SIGLO, nº 1130 (9 noviembre de 2015), p. 30